Las palabras
Intuyo desde siempre que la oportunidad está en las palabras. Aquí está la llave, en estos sonidos y signos que articulamos muchas veces sin la plena emoción de sabernos dueños del artificio que pone a danzar todas las cosas en el universo. Con esa conciencia me acerco para contarles esto al inicio de lo que intenta ser una un recuento biográfico.
Las palabras se hicieron protagonistas en mi vida desde una infancia de la que guardo, más que un recuerdo detallado o una evocación, un clima sorprendido, un perfume, muchos sonidos convertidos en palabras.
Por el camino de la palabra apareció la radio, desde niño, como un desvelado oyente de programas culturales en una Argentina que volvía la democracia, en 1983, luego de una noche terrible. Desde mucho antes, la radio también fue una magia compartida y familiar con los radioteatros que le ponían épica y misterio a los paisajes rurales donde me crié y aún vivo.
A poco andar, las palabras me pusieron frente a un micrófono de radio, muy joven, a los 18 años, edad a la que comencé a escribir con más método y paciencia. Las palabras se me iban de las manos boca, y de la boca a la complicidad de los oyentes que me vienen acompañando desde hace más de tres décadas.
La carrera universitaria de Periodismo y Publicidad fue apenas una interrupción necesaria, aunque ineficaz.
La comunicación es mi oficio, lo ejerzo diariamente, aunque la corteza del periodismo suene cada vez más hueca. Por eso sigo buscando formas y asumiendo con felicidad el riesgo del fiasco o la equivocación. Los prefiero al aburrimiento y la capitulación.
Quevedo
Lo que escribo es fruto de un desorden que nunca he evitado y que en vano trataría de disimular. Es una formación que incluye a Francisco de Quevedo y Villegas, que descubrí en un rojo libro de aquellas Obras Selectas. Me acompañó ese volumen que habitaba El Buscón llamado Don Pablos, en mi primera juventud, por decenas de millares de kilómetros en el transporte público, ida y vuelta a todas partes. Allí donde fuera Quevedo iba conmigo. Ese mismo libro rojo que aún está al alcance de mi mano y que ahora mismo veo por sobre la montura de mis anteojos de leer.
Entonces fue Quevedo, y Lorca, apasionadamente Federico García Lorca, claro, pero también los radioteatros, cuyas compañías de representación salían por los pueblos todavía en mi infancia, cuando ya la costumbre de las novelas por radio se había perdido en las ciudades de mi país. Aquella última racha del radioteatro por los poblados agrícolas de Mendoza, me otorgó un modo de imaginar y luego de contar las historias.
Ceferino
Recuerdo con claridad un suceso trascedente de mi infancia, tal vez a mis cuatro o cinco años. Fue en el cine, que en mi pueblo de Los Corralitos tuvo el rumboso nombre de Edison y que no era más que un gran espacio al aire libre, entre dos largas murallas y una pantalla al fondo que se apoyaba hacia el oeste al pie de unos inmensos álamos de sombras largas, que le daban mayor dramatismo a las proyecciones. A espaldas del público, una muralla petisa con un ventanuco era la respetable boletería. Olvidé decir que Edison, era el Cine Teatro Edison y que en aquella ocasión que quiero referirles fue teatro.
Se representaba la obra que escuchábamos diariamente en radio: Ceferino Namuncurá. Oscar Ubriaco Falcón era el primer actor, suya era la compañía y representaba al cacique Calfulcurá, padre de Ceferino.
Diré que mis padres nos llevaban a mis hermanas y a mí cada vez que aparecía una compañía de estas por el cine teatro, en el club social o en cualquier desplayado donde se montara una carpa para representar obras criollas. Un altoparlante anunciaba las funciones por los angostos callejones entre las fincas arrojando unas papeletas color verde agua con el programa de la función, por ejemplo: "Vecinos, la compañía de Oscar Ubriaco Falcón presenta Nazareno Cruz y el Lobo ¡Con transformación en vivo!". Esas promesas nos hacían estremecer.
Pero aquella vez se trataba de Ceferino Namuncurá y no podíamos faltar. Mi hermosa madre me bautizó Ceferino por segundo nombre en agradecimiento al indiecito santo de la Patagonia. El embarazo venía complicado y ella nos encomendó al santito popular. De modo que aquella representación en el Edison tenía un sentido más místico, de gratitud, que de entretenimiento.
Recuerdo haber llorado tomado de la mano de mi madre, junto a todo un auditorio desconsolado, como si sucediera en este mismo instante en el que escribo. Las lágrimas sobrevenían en la escena final, en la que Ceferino muere de tuberculosis en los brazos de sus padres. El escenario y todo el auditorio a cielo abierto se obscurecieron como si esa noche y todas las que la precedieron se hubiesen escurrido en su substancia sobre nosotros. Tras 15 segundos de sollozos en la oscuridad, y carraspeos de los señores que trataban de calmar el ahogo, una tenue luz iluminó el rostro del santo sobre el escenario y luego se apagó suavemente hasta desaparecer.
Nos sentimos aliviados, era la esperanza que asomaba. El santo estaba en el cielo, nosotros en el teatro y las historias seguirían en la radio.
Mis hermanas mayores me explicaron mil veces que se trataba de una linterna que iluminaba el rostro del actor detrás de un lienzo. No les creí entonces y no lo haré hasta que se me presenten mayores evidencias.
Para calmar los ahogos y las pataletas en la familia, mi padre, que no había ahorrado lágrimas de sus ojos verdes, nos llevó a la única pizzería del pueblo, Lo de Villegas, justo del otro lado de la calle. Allí mismo cenaban los artistas que habían representado la obra. Oscar Ubriaco Falcón, todavía maquillado a falta de camarines, presidía la mesa.
No recuerdo si mis padres me animaron o fui atraído por la fuerza sobrenatural de aquel hombre, que me sonrió sabiendo lo que yo sentía. Cuando estuve junto a él creo que me tocó la cabeza, como uno hace con los niños de cierta edad, con ese gesto extraño que se parece lejanamente a una caricia.
Desde esa noche, que tal vez fue de verano, quise hacer lo que hacía aquella gente: contar historias. Cuando tuve edad para hacerlo, comencé a narrar, y lo sigo haciendo cada noche en la radio desde hace treinta años.
Escribo historias para ser leídas en voz alta y aún me cuesta imaginarlo a usted leyendo en silencio este texto, tal vez por eso me atrevo a contar estos detalles de mi infancia, que sin ser en extremo feliz o desgraciada, me permitió saber que detrás de las letras y las palabras siempre es necesaria una voz.
El Tango
Cuando el tango se metió en las cuarenta del mazo en mi vida, por fortuna no pude evitar que toda tanguidad se impregnara de un criollismo nocturno que me viene de la niñez, cuando tardíamente para casi todos los argentinos, excepto para unos pocos pueblerinos, entre los que tengo la felicidad de contarme, los héroes de infancia eran Juan Moreira, Hormiga Negra y el pavor más terrible, el Lobizón.
El tango apareció como música y varios de sus poetas me dieron trompadas para expulsarme de ese cuadrilátero oscuro. Pero insistí, recaí y me levanté a la cuenta de 8 casi siempre, hasta que comprendí que los tangos son sólo un camino hacia el Tango.
Este género no es un compendio de buenas costumbres ni tampoco se encarga de dar lecciones de civilidad. Es, sustancialmente, un mapa parcial de la condición humana, que como sospechamos, está llena de horrores.
El recuerdo de mi heterodoxa educación me lleva de los cuentos de Jorge Luis Borges a las letras del músico Luis Alberto Spinetta, el primero que me hizo sentir que la palabra sirve para mucho más que narrar. Él me reveló algo sagrado que solemos llamar poesía.
Del escritor Juan Draghi Lucero aprendí que no solo hay un color local, sino también un horror local a la hora de imaginar historias.
Horacio Ferrer y Astor Piazzolla con la operita criolla María de Buenos Aires, nota por nota, palabra por palabra, me dieron la afilada y precisa llave que abre la puerta del mundo de los entanguecidos.
El resto vino con los años y otras tantas lecturas desordenadas, aunque el periodismo gráfico y radial me hicieron comprender que inventar la escalera todos los días no es una buena idea, así es que luego las cosas se volvieron algo más metódicas.
El trabajo junto al pintor y escritor Oscar Reina hizo el resto en el programa Un reo meditabundo, audición que en 2020 cumple 28 años al aire. Juntos en todos estos años fuimos imaginando personajes, estilos y métodos para narrar.
Ya casi son 20 años los que llevo al frente de mi programa radial Calle 52, historias y jazz, también en Radio Nihuil de Mendoza, Argentina. Mi amor por la música de jazz y sus interminables aledaños derivó en mi tercer libro, que lleva el mismo nombre de la audición y que fue completamente ilustrado por el magnífico Luis Scafati.
Mi libro anterior, Plateados por la luna, textos para el reencuentro de Carlos Gardel y Federico García Lorca me abrió la posibilidad de comenzar mi trabajo con Scafati y también de recibir en las páginas de mi obra las ilustraciones de Oscar Reina.
España
He invertido felizmente el tiempo desde 2017 a la fecha en viajar constantemente a España para presentar mis tres libros y los tantos espectáculos musicales que acompañan mis lecturas. Este nomadismo no solo se explica por la felicidad que me brinda, con su constante interés, el público español, sino, fundamentalmente, por la necesidad del reencuentro con mis raíces en Andalucía.
Los hijos de los emigrantes vivimos entre dos pasiones, no siempre dulces. Por eso creo que llevar la palabra escrita y modestamente celebrada al lugar desde donde partió mi padre en 1951, descalzo y analfabeto, es, al menos, un homenaje a su memoria de hombre bueno.
Esta rara biografía que les comparto hasta aquí es sencillamente una manera de explicarles de dónde vienen mis historias y quién es finalmente el que las escribe y en voz alta cuenta.
Diré finalmente que este exceso de confianza para con los visitantes de esta página, solo será perdonable si encuentran algo de interés o alguna belleza escondida en las múltiples facetas en las que he desarrollado mi vocación por las palabras.